El sapito tuerto

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Por

Leonardo Salgado

En una casa de adobe abandonada y visiblemente triste, muchos animales se reunían todas las noches para celebrar una fiesta. Durante el día, la casa permanecía en un silencio sepulcral, pues antes del amanecer todos los animales se iban a dormir cansados por noches de parranda. También se iban a dormir los sapos al pie de un inmenso nance. A los alacranes no se les invitaba a la fiesta por pendencieros, y porque además, cuando estaban pasados de copas, les daba por comerse a los grillos. Tampoco se invitaba a los ciempiés porque eran peleoneros, en más de alguna ocasión se habían golpeado entre ellos o habían golpeado a alguien más.

A la fiesta también asistían: las moscas, que a pesar de que siempre se les decía que se bañaran, nunca lo hacían; la Abeja Colmenera, que nunca desaprovechaba la oportunidad para vender un poco de su miel; las hormigas, que, por lo general, siempre se dormían antes de que terminara la fiesta; y la Araña Tejedora, reconocida por su enorme bondad, pues casi siempre les hacía hamacas a los grillos más pequeños cuando tenía tiempo. Los encargados de la música eran, como es natural, los sapos y los grillos. Los sapos hacían los tonos graves y los grillos los agudos.

Apenas anochecía, todos los animales salían de su escondite. Los sapos entraban por un discreto agujero que ellos le habían hecho a la pared de adobe. Los grillos, por su parte, salían de las pequeñas grietas que, por lo general, se forman entre la sisa y el adobe. Cuando todos los animales estaban reunidos, los sapos y los grillos empezaban a cantar sus melodías. Algunos cantos estaban colmados de alegría; otros, sin embargo, estaban cargadas de una profunda tristeza. A pesar de esto, todos los animales eran felices, pues compartían momentos inolvidables. La Araña Tejedora, por ejemplo, con mucho esfuerzo construyó un trampolín donde todos los grillos pequeños y las hormigas jugaban hasta morir de cansancio. La Abeja Colmenera, aunque no tenía un corazón tan altruista como la Araña Tejedora, cada sábado daba miel a todos los concurrentes de la fiesta.

Cabe mencionar que la comida jamás faltaba, pues se extraía maíz y ajolín de una rudimentaria troja, la cual tenía dos pequeños agujeros, cada uno en un extremo. Los agujeros, según decían los animales, los había hecho una ratoncita que emigró a la ciudad por cuestiones de trabajo. Para suerte de los animales, la dueña de la casa no había reparado en los pequeños agujeros, pues eran muy pequeños, apenas cabía el dedo gordo de una persona. Los grillos, aunque pueda pensarse que no comían ninguno de los granos antes mencionado, era todo lo contario, cada uno tomaba para sí un grano que ablandaban con una sustancia que es muy particular de estos animales. La fiesta a veces se prolongaba hasta las cinco de la mañana. A esa hora todos los animales estaban exhaustos.

Las noches de fiesta transcurrían, como es de esperarse, sin ningún percance grave, más allá de alguna pequeña lesión de un grillo por excederse demasiado en los juegos del trampolín o de algún dolor de estómago de alguna mosca por haber comido demasiada miel. De ahí, por lo general, todo marchaba con normalidad. Sin embargo, una noche en que los animales departían muy alegremente, salió, no se sabe de dónde, un sapito viejo y regordete con un solo ojo. Todos los animales, sin excepción, lo miraron con curiosidad. Nadie jamás lo había visto. El sapito brincó en dirección hacia ellos y en tono solemne les dijo:

—Amigos míos, es posible que entre ustedes nadie me conozca, pero les aseguro que yo conocí a los abuelos de muchos de ustedes. Sé que a lo mejor no me creen…

—¿Será eso posible? —se preguntaron algunos de los animales, interrumpiendo al sapito.

A pesar de esto, el sapito no se alteró y prosiguió de manera enfática:

—Mañana será 24 de diciembre, día en que los humanos celebran una fiesta a lo loco…

Algunos de los animales se cruzaron de brazos como diciendo: “¿y eso a qué viene con nosotros?” El sapito continuó, pero esta vez saltó hacia un ladrillo para que lo escucharan mejor:

—Hace un año —dijo—, sus abuelos y yo celebrábamos justo en este lugar una fiesta, sin sospechar el eminente peligro que nos asechaba.

Todos los animales se miraron incrédulamente. Una de las moscas, que se hallaba suspendida en una de las telas de la Araña Tejedora, dijo despreocupada y de manera burlona:

—La vejez te ha vuelto loco. Es imposible que hayas conocido a nuestros antepasados. Estás loco. Eres un sapo viejo, tuerto y loco.

Entonces el sapito, encolerizado, dijo:

—Yo estaré viejo y tuerto, pero no estoy loco. Ustedes las moscas viven tan poco tiempo que ni siquiera se dan cuenta de los días que pasan. Viven tan despreocupadamente, que les da lo mismo que hoy sea lunes o que sea viernes, ni siquiera tienen el cuidado de asearse porque son felices viviendo en la inmundicia. Yo, por mi parte, aunque los humanos me acusen de feo, sé distinguir el invierno del verano, sé diferenciar los días de frío y calor.

—¿Y de qué nos quieres prevenir? —dijo la Araña Tejedora que descendía lentamente por su tela.

El sapito la miró y expresó lo siguiente con mucha seriedad:

—Mañana 24 de diciembre —volvió a decir—, los humanos celebran una fiesta, la cual llaman: “Noche de Navidad”. Eso no significaría ninguna amenaza para nosotros y sin embargo lo es, porque los humanos ese día, especialmente durante la noche, arrojan por doquier enormes morteros que explotan como bombas. Y lo que es peor aún, la fiesta la realizan en esta casa. Toda la noche la casa está alborotada de una extraña felicidad. Hay niños que vienen y que van, que corren hacia un lado y hacia otro.

En este punto, el sapito hizo una breve pausa como herido por un recuerdo grave.

—Son niños perversos —agregó con profunda tristeza—, que se divierten cazando animales para luego torturarlos.

—¿Qué clase de torturas? —preguntó la Abeja Colmenera un poco alarmada, que hasta ese momento no había dicho ni una sola palabra.

—Torturas horrorosas —declaró el sapito—; a los grillos, por ejemplo, los atrapan y los encierran en una botella como esa que ven ahí, luego colocan un mortero en el cuello de la botella y encienden la mecha.

Todos los grillos miraron la botella espantados por lo que acababan de oír.

—¿Y qué hacen con nosotros? —preguntó un sapito color bermejo con bastante timidez.

—En el mejor de los casos, esto —dijo el sapito, señalando su ojo tuerto—. Los niños nos aborrecen porque las personas mayores les han hecho creer que los sapos somos feos, es por eso que nos persiguen y nos apedrean.

—Es lamentable —dijo una hormiga que se hallaba sentada en el lomo de un grillo—. ¿Por qué los niños odian a los animales?

—No todos los niños son así —dijo el Sapito Tuerto con aplomo—. Así como hay animales buenos y malos, también hay niños buenos y malos. Mañana —prosiguió—, si quieren conservar su vida, por favor, no vengan a este lugar.

Todos los animales se miraron unos con otros. Algunos de ellos estaban aterrados y temblaban de sólo imaginarse a los niños. La Abeja Colmenera que no tenía nervios muy fuertes se había desmayado; por suerte, fue atendida por la Araña Tejedora que conocía un poco sobre primeros auxilios. Aunque casi todos los animales estaban visiblemente conmocionados, las moscas parecían mofarse de la advertencia del sapito.

—Eres un sapo loco y mentiroso —dijo una mosca de forma insolente—, hasta donde sé mis padres y mis abuelos murieron en este lugar.

—¡Pobres de ustedes las moscas! —exclamó el sapito con un tono de lástima—. ¡Grande es su ignorancia! Ustedes viven tan poco tiempo que bien pudieron vivir en esta casa más de ocho generaciones en un año. Pero ese no es el problema, el problema es su mala memoria.

Diciendo esto, el Sapito Tuerto salió por un agujero que hasta ese entonces nadie sabía que existía, pues estaba cubierto por una delgada capa de tierra. Después de que el sapito salió, todos los animales se reunieron, esperando encontrar una solución al problema. Un grillo muy viejito, que hasta ese momento no había tenido participación, dijo:

—El Sapito Tuerto tiene razón. Yo conocí por boca de mi abuela una historia similar a la que hoy nos fue contada. Todo este tiempo he creído que se trataba de una historia inventada por la fabulosa imaginación de mi abuela, pero ahora sé que no es así.

—¡Por el amor de Dios! —dijo la Abeja Colmenera, ya un poco recuperada de la crisis nerviosa—. ¡Que nadie venga a este lugar nunca!

—Lo mismo digo yo —expresó la Araña Tejedora con autoridad—. Ningún animal, así, por muy valiente que sea, se acerque a esta casa mañana.

Todos los animales asistieron con la cabeza, menos las moscas que parecían firmes en su testarudez.

—No hay duda —dijo una mosca que saboreaba una migaja de pan rancio—, que ese Sapito Tuerto nos está engañando.

—Allá ustedes —manifestó el Sapito Bermejo con determinación— nosotros no nos quedaremos aquí para saberlo. Un sapo prevenido vale por dos.

—Ustedes hagan lo que quieran, bola de cobardes —dijo una mosca que parecía la más vieja de todas—, nosotras no nos moveremos de aquí.

Y, en efecto, a pesar del ruego de algunos animales por hacer desistir a las moscas de tan descabellada idea, estas decidieron no abandonar la casa. —Sus miedos son puras supersticiones—, gritó la mosca más vieja, cuando vio que los últimos animales abandonaban la casa.

El 24 de diciembre hizo un día espléndido. Los primeros rayos del sol despertaron a las moscas que empezaron a revolotear por toda la casa a sus anchas.

—Ya ven —se dijeron unas a otras— ese Sapito Tuerto es un mentiroso.

Y al menos así lo parecía, porque toda la mañana transcurrió en perfecta calma. Las moscas se divertían, jugaban y reían.

—Nada relevante pasará hoy —dijo una mosca que prefería seguir acostada. Sin embargo, no era aún el mediodía cuando se abrió la puerta de par en par y entró una señora con varias ollas en la mano.

— Calma —dijo la mosca más vieja— es sólo una viejecita.

La mujer salió, y minutos después regresó con dos papeles en la mano derecha. Los abrió y los puso sobre la mesa mientras lanzaba un improperio que las moscas no alcanzaron a entender. En cada uno de los papeles con letra muy grande y legible decía: “PAPEL MATA MOSCA”. Desafortunadamente las moscas no sabían leer, pues estaban convencidas de que el estudio no servía para nada.

—¡Es miel! —dijo una mosca que se acercó curiosamente a uno de los papeles.

—¡Miel! —exclamaron todas las moscas regocijadas de alegría.

En menos de cinco minutos los dos papeles estaban cubiertos de moscas. Por varios minutos ninguna mosca se movió, anonadadas por la deliciosa miel. Sin embargo, una mosca que estaba saciada hasta al hastío intentó mover una de sus patas delanteras y se dio cuenta que no podía moverla.

—Estoy demasiado llena —dijo riéndose— es por eso que no puedo moverme. Intentaré mover mis patas traseras —se dijo, pero tampoco pudo moverse ni una milésima de centímetro.

Al darse cuenta de que sus movimientos se entorpecían y de que cada vez que forcejaba para despegarse, sus miembros se hacían más rígidos, gritó desesperada:

—¡Estamos atascadas!

El caos se desató en pocos segundos. En vano luchaban las pobres moscas por querer despegarse. Algunas de ellas gritaban: “¡Auxilio! ¡Socorro!” Pero desgraciadamente ninguno de los animales estaba ahí para ayudarlas.

Cuando las moscas se quedaron calladas, cansadas de tanto forcejear y desconsoladas por su imprudencia, aparecieron tres niños que empezaron a remover toda la casa. Las moscas se quedaron congeladas del susto, temiéndose lo peor.

—Aquí no hay sapos —dijo uno de los niños.

—Ni grillos —gritó otro.

—Ni arañas, ni nada —repuso el tercero.

Los niños buscaron por todos los rincones de la casa sin hallar rastro de los animales, porque esta vez, gracias al consejo del Sapito Tuerto, todos los animales estaban a salvo. Las moscas, entre tanto, permanecían en absoluto silencio deseando de todo corazón pasar inadvertidas por los niños.

FIN.

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Leonardo Jesús Salgado

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