Febe y el Topopache.

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I.

La vida de raíz

nunca armonizó con mi corazón.

Siglos estuve escondido bajo la tierra,

soñando ser hoja y respirar tu luz nocturna.

Luengo tiempo permanecí en la completa oscuridad,

libando amargura

en finísimas copas labradas de lágrimas;

aprendiendo en el lenguaje secreto de los pasos

la desesperada caligrafía del adiós.

Las veredas del silencio

hicieron de mí un peregrino;

en sus húmedos laberintos

cultivé el peso de mi espalda,

el ardor de mis llagas

y las espinas de ishcanal que entretejen mi garganta…

Negra se yergue mi presencia,

sola y pensativa

al borde de un rencor infinito;

uno he sido, uno me siento

con el sórdido cuerpo del abismo.

Olvidado en la entraña del mundo

lloré mi abandono y me deshice de pena…

en lenta succión,

ovillé mi espíritu y clamé por Lucerna:

Madre,

si acaso tengo,

¡escucha mi ruego!

Madre,

si acaso miento,

prende tu fuego

con el grueso leño

del desprecio,

porque de ti nací

cual vergüenza viva,

descantillado,

huérfano,

loco

y empobrecido

en este mundo

plagado de vacíos;

porque mis huesos de frío

no sienten

y nunca han sentido

                         el lejano calor de tu abrigo…

porque mi rudo intelecto

                        no entiende

                                    y jamás entenderá

                                                            el absurdo de venir a este mundo a penar…

Ahora que la lluvia es absoluta

y la muerte un imposible,

dime…

¿por qué en mi cara pulsa

un dolor de hueco sin alma?

¿por qué la tristeza circula, amarga y aprieta, cada vez que sueño distantes estrellas?

¿por qué la única caricia que tengo es el roce de la excavada tierra,

mientras la mancha de negrura no decrece

y se burla

de mi desesperada existencia?

Dime, por el amor de… la Nada…

¿por qué duele…

esta inmensa soledad?

Se alejó sin presencia… dejando un reguero de luciérnagas…

Descargas de sollozos emergieron telúricos de mi interior,

mi cuerpo tembló desamparado,

arremolinado en los profundos cánticos

de siete lágrimas rojas,

siete crucificados corazones

de topopache lumbricidae,

maestros primordiales en el arte de la resurrección,

herederos del sagrado oficio

de transmutar en luz la corrupción…

Desde entonces

mía y sólo mía es la ausencia del color.

El cauce de mi sangre

señala un solo camino crepuscular:

la del sempiterno maculado,

la del rastreador del perdón…

la del reptante

topopache,

depositario del dolor.

II.

Hoy he nacido al desgarro de mi lecho,

aterido y desorbitado,

todavía llorando el cordón umbilical que perdí en el camino.

La luz mortecina de un disco de plata

aclara mis lágrimas desde lo alto.

No lo creo… no lo creo…

Lo miro y me desencajo,

tiembla mi mano,

cubro mi rostro,

busco la tierra,

¡lanzo un chillido…!

    temo que me aplaste

la enorme linfa del cielo, insondable y profunda.

Temerario espío entre los dedos…

Quieta permanece, serena y musical en el susurro,

pletórica de vientre materno,

a punto de reventar galaxias y mundos.

¿Vengo de esa negrura

o a ella voy?

Océanos de verdura se pierden en el horizonte,

agitan sus brazos vegetales a la noche,

recitan por lo bajo una letanía embriagante

y mi derredor comienza a cantar…

Árboles inmensos, viejos, que donan la sabia de sus heridas

para el sustento de la semilla lactante,

el alivio de mandrágoras y homúnculos,

el refugio de los voladores

y el alimento de tantos peregrinos corazones:

¡canten por la Sakti!, porque ha caído la oscuridad de la noche;

canten con cuidado, sin ser vistos,

que ya vuelve el padre

con la flecha y el látigo en su mano.

Canten los pájaros de la noche, roedores voladores e insectos viajeros,

tejan en el espacio los hilos del hechizo,

la araña les ha prestado su magia en el vuelo;

espíen los caminos, reptiles sempiternos,

den aviso los lagartos mientras la serpiente muerde el talón correcto.

Grillos serenos, ranas burbujeantes, monstruos predadores y poderosos espíritus,

que no se deje de escuchar vuestro clamor,

el manto protector que la esconde de su vista,

porque la madre ha venido a hurtadillas

trayendo en sus labios el beso de la vida y el perdón.

Sueñen con ella, animales del día,

su dulce acunar les vivifique y sirva de guía,

el sol no conoce el reposo

y nunca gustará ser mirado a los ojos,

pero ustedes llevan un beso y un arrullo escondidos

al despuntar el alba,

ustedes son los fieles guardianes

de los misterios del espejo primero.

Como saliendo de un trance

despierto a orillas de un río…

Sonriendo en el agua,

me saludo yo mismo.

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Evenor Saavedra

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