Ricardo Hernández Pereira.
Cada noche
hombres suben por las trenzas de mi cabello
Buscan descifrar mi aroma
Dariela Quinteros
Aprendí a mandar a comer mierda a los hombres cuando cumplí los veinticinco. Antes de eso, solía guardarme todo para mí y me hundía en un incómodo sentimiento de culpa. Pensé siempre que era yo quien la cagaba, que era yo la culpable de la ira de aquellos brutos, obtusos, animales, que se cruzaron conmigo en algún tramo de mi vida y que tuvieron la oportunidad de romperme, de arrollarme, de desecharme sin más.
Cuando mandé a comer mierda al primer hombre en mi vida, fue un acto liberador: me pareció una especie de alumbramiento espontáneo, y fue hermoso. Siempre he creído que la honestidad directa debería ser motivo de agradecimiento, pero la gente generalmente no lo interpreta así. Esa noche, me vieron con una especie de repudio, como si mi rabia se tratara de un feto drenado en el calor de la ira, y no como el resultado de un grito salvador.
Arturo Villavicencio fue el mejor ejemplo de lo que digo. Recuerdo que pensé, mientras hurgaba en mi ropa interior, en las charlas de catecismo que impartía los sábados en esa sala parroquial. ¿Qué hace este tipo tocándome los calzones?, pensé, y lo miré a la cara y me pareció increíble su expresión de imbecilidad: la boca entreabierta, jadeante, sobre una barba de chivo y con ojos de borrego a medio morir. Luego de la cachetada y el puntapié, vino la censura. Me costaba creer las cosas que se decían de mí. Recuerdo haber llegado a casa esa tarde y quedarme dormida de tanto llorar. Mamá dejó de hablarme por algún tiempo. No me creía. Nunca lo hacía.
El ingeniero Araujo —uno de los tantos dañados que pululan en la universidad estatal—, intentó ir un poco más lejos: la sensación de que algo horrible iba a pasar me pareció clarísima cuando me pidió una cita privada en su oficina. Tenía tentáculos por manos y un rostro lleno de agujeros, como si hubiesen practicado tiro al blanco con él desde chiquito. En la pared había estantes de madera, con muchos libros y fotos familiares donde aparecían dos niños preciosos. Al lado izquierdo, la imagen de una mujer con el dedo índice a la altura de los labios. Tenía uñas pintadas. Pestañas largas. Llevaba poco maquillaje. Miraba aquello cuando una de sus ventosas intentó sujetarme la muñeca.
Con Ignacio todo fue muy diferente. A mis amigas les caía bien porque les parecía un tipo salido de una telenovela mexicana. Para mí era un niño inmaduro que le hacía falta calle, pero le seguía la corriente porque siempre nos invitaba a gaseosas y cigarrillos en la cafetería de la facultad. No me tomó mucho tiempo descifrar la brutalidad en sus detalles: su forma de sujetarme y de pedir las cosas, su forma de enojarse y de morder las palabras cuando me preguntaba algo, y me pareció que ya había navegado por aquellas aguas en el pasado, que debajo de aquel oleaje se insinuaba una figurilla oscura y antigua.
Aquello no duró mucho.
Luego de confesarle que nos habíamos besado con Betty durante una noche de borrachera, Ignacio se puso histérico. Le dije que le bajara tres rayitas al drama, que si no le gustaba, que terminábamos y quedábamos de amigos; pero él me respondió con una mirada opresiva. Dijo que, hasta ahora, nadie se había atrevido a terminarlo. Se quedó mirando sus zapatos y después de un rato de silencio, volvió a decir: nadie.
A la mañana siguiente, me suplicó que le permitiera llevarme al cine. Me rogó tanto que al final le dije que sí. Se había teñido el cabello y vestía una chumpa que nunca le había visto antes, y que le quedaba monstruosamente mal. Pasó por mí a las siete, en la camioneta de su padre, y recuerdo que pensé en la extraordinaria habilidad que tienen los idiotas para ascender rápidamente en la pirámide social. Él, con seguridad, era hijo o nieto de algún idiota —como si los apellidos me importaran—, y tuve el presentimiento de que estaba cometiendo una gran equivocación.
Como sea. Esa tarde, me ajusté un jersey amarillo con rayas negras y unos pantalones azules que me ajustaban muy bien. Aunque él, al principio, se inclinaba por una de acción, al final terminamos viendo una película bellísima donde Penélope Cruz interpreta a una tipa llamada Raimunda. La brutalidad de las primeras escenas me desarmó completa, lo admito, y me hizo reflexionar en las cosas que son capaces de hacer las madres por sus hijas o las hijas por sus madres o las mujeres en general por otras. Y me acordé de mi mamá y de su incredulidad anegándome la niñez. Al final, pensé, la gente no es ni héroe ni cobarde: la gente solo es gente y ya.
En todo ese rato, por fortuna, Ignacio ni se atrevió a tocarme.
Una vez fuera de la sala, le pedí entrar a una librería porque quería comprarme una agenda de Mafalda, pero como no había, terminé comprándome una pluma fuente que él se ofreció a pagar y que, obviamente, yo no permití. Anduvimos un buen rato dando vueltas por el centro comercial, contemplando los escaparates, hasta que le dije que me sentía cansada y que nos fuéramos al Uróboro a tomarnos un par. Se mostró reticente. Ahí se hallaban Betty y Paola, por eso le insistí tanto. En el fondo, creo que no quería seguir a solas con él.
Una vez llegamos al lugar, cayó en la cuenta de todo. Nos sentamos en la barra y pedimos un par de cervezas. Fue allí, en medio del calor de los tragos, cuando comenzó a tocarme la pierna. Sonaba el solo de Free Bird cuando Pao y Betty se pusieron a hacer bromas sobre las rayas de mi jersey y a echarme el humo del cigarrillo en la cara. Yo les dije que se anduvieran con cuidado, porque las abejitas también pican, y entre risas, les guiñé el ojo.
Pasado un rato, cuando sentí que nos reíamos por cualquier cosa, concluí que ya habíamos bebido suficiente. Un pequeño vértigo hizo que el lugar me pareciera mucho más grande de lo que era, y que la música retumbara con rabia muy dentro de mí, en los huesos. Ignacio me dijo que nos marcháramos con un movimiento de cejas, pero yo le dije que no, que me la estaba pasando bien y que el ambiente me recordaba a las películas ochenteras que mirábamos los sábados en la noche con mamá: bares con mucho humo, con mucho ruido, y con mucha gente. Pero, contrario a lo que esperaba, Ignacio me abrazó y me dijo que no tenía problema con eso, que podía quedarme el tiempo que quisiera, y que cuando me cansara, no dudara en llamarlo: él vendría inmediatamente por mí. Su respuesta me pareció increíble, sobre todo porque sabía que era un bruto. Lo miré a los ojos y noté que su cabello estaba más largo de lo normal, y mucho más claro, y por primera vez en todo ese tiempo, me di cuenta de nuestra diferencia de edad.
Se fue sin despedirse de las chicas.
***
Era cerca de la medianoche cuando mi teléfono comenzó a sonar. Creo que, a esas alturas, yo narraba algo sobre la película de Almodóvar, algo sobre el papel de Penélope Cruz interpretando a Raimunda, cuando, por error, revisé mi teléfono y vi la docena de mensajes de Ignacio pidiéndome que le contestara. Que era algo importante, decía. Que necesitaba hablar conmigo, decía. Bla bla bla. Le di un último trago a mi cerveza y cuando quise contestar, mi batería ya había pasado a mejor vida.
Pagamos la cuenta y salimos.
La humedad me caía de lado, en forma de gotitas inclinadas por el viento, y la calle lucía más grande bajo la luz amarillenta de los faroles. Betty corrió hacia las sombras del parque que estaba frente al bar, porque quería fumarse un porro. Una vez ahí, nos echamos en una banqueta, debajo de un frondoso árbol, dimos una calada cada una y nos echamos a reír. Por primera vez en ese día, me sentí contenta y pensé que desde hacía un par de días había dejado de contar el tiempo en horas y en segundos, y que sólo los momentos como ese eran las únicas medidas válidas para contar la vida. Me sentí feliz y asumí que Betty y Pao se sentían igual, pero las vi frotándose los brazos porque la temperatura disminuía y el agua atravesaba las ramas y se escurría hasta darnos directamente en la cabeza.
—Mejor nos vamos —susurró Betty, y se puso de pie.
Caminamos hasta el punto de taxis agarradas de los brazos, contando los pasos mientras soportábamos el peso de la noche que se abría, plena, infinita, entre los pocos nubarrones que le quedaban. Al llegar al lugar, vimos tres autos aparcados y a dos tipos que chupaban desesperadamente de un cigarrillo.
Dimos una dirección. Uno de ellos nos propuso una tarifa.
Estábamos por subirnos a uno de los taxis, cuando, de improviso, escuché el estruendo de una camioneta por la esquina y la carrocería blanca del carro de Ignacio resplandeció frente a nosotras.
Se me hizo un nudo en el estómago.
Y aquí viene lo que no comprendo, lo increíble del asunto, porque todo lo que ocurrió después fue tan rápido y extraño que pensé por un momento que el mundo se me había fracturado y que me había deslizado hacia otra esfera: no pude ver a Ignacio. Se bajó del auto un tipo que se parecía a él, pero que no era él. Llevaba una chumpa como la de Ignacio, pero que no era la de Ignacio. Se me ocurrió que a lo mejor se había disfrazado, pero cuando se nos acercó, noté que le sobresalían dos antenas delgadas, como las de las cucarachas, y tenía los ojos más grandes y más negros de lo normal.
Les pedí a Betty y a Pao que no se metieran, que iba a ponerle fin a aquel asunto, pero el tipo que se parecía a Ignacio se desplazó a gatas y las embistió con una agilidad que me pareció extraordinaria. Luego, comenzó a correr detrás de mí, dando pequeños saltos, hasta que logró darme alcance a dos cuadras del lugar. Juro que pensé que me destriparía en ese instante, juro que pensé que me haría jirones o que dejaría algo horrible depositado dentro de mí. Su piel era como lija, y su vientre, enorme, se movía circularmente sobre mis muslos, desgarrando con cada movimiento mis pantalones y mi piel.
Recuerdo haberme estirado y, en medio del forcejeo, logré sacar la pluma fuente que tenía guardada en el bolsillo del pantalón.
No supe en qué momento mi mano comenzó a enterrar y a extraer la pluma de entre el tórax y la cabeza del tipo que se parecía a Ignacio.
Seis, diez, veinte veces… y no paré hasta sentir que algo se desgajaba y rodaba por mi cuello hasta dar contra el frío y duro pavimento.
No recuerdo que haya sucedido otra cosa. Sólo quedaba yo, ahí, en medio del frío de la noche, al lado de un promontorio de nervios que se estremecían, que se desparramaban a los lados y que comenzaban a despedir un nauseabundo olor a azufre. El susurro de los árboles me arrullaba desde las aceras, mientras las estelas de luz iban borrándose como una película muy fina en las orillas de las sombras. Me quedé sentada en el borde de la cuneta, empapada de algo horrible, y deseando gritar, correr, volar y que esa madrugada, en la que justo cumplía mis veinticinco años, me cayera encima y me sepultara completa.
FIN

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