Los automóviles iban parsimoniosos en el boulevard, a vuelta de rueda; parecían fila de hormigas acarreadoras en la mañana de febrero. De a poco se enfrentaban con la boca negra del túnel, encendían las luces y adentro el ruido se hacía descomunal, era como un panal de abejas metálicas haciendo miel del humo matutino, lo cual rompía con la quietud del nuevo día. El dios de luz tardaba en salir del hades en esos días largos; el alba iba marchándose lenta, tenue, pasmosa; el clima estaba fresco a la sombra de las faldas del gigante dormido.
Al final del túnel de sur a norte, en la acera iluminada por los prístinos brazos resplandecientes del dios sol, se observaba a la distancia una silueta oscura, un bulto oblongo, un cuerpo apoyado en la pared del túnel. Ya más cerca podía observarse a un vagabundo, un lumpen que descansaba en su “lugar de habitación”, rodeado de sus pertenencias, de su peculio, todo dispuesto en bolsas plásticas del Dollar City, del Súper Selectos y la Despensa, así como otros bártulos que completaban su patrimonio, como la mochila ennegrecida que cargaba a las espaldas, antes, quizá, color kaki, luego color negro podrido. El bulto oblongo mostraba una cachucha a cuadros, que un día, quizá, fue blanca o gris, hoy café con manchas negras. Llevaba camisa manga larga y pantalón flojo, que ya no se sabe qué color fue un día. Su calzado, unos tenis marca Nike, con el pie derecho cubierto por una venda, dentro de una bolsa plástica. La escena la completaba una mancha de mosquitos y moscardones que le cantaban una sinfonía.
Nadie sabe ciertamente de dónde vino, sólo que apareció de repente en el lugar, desplazándose en las calles de los alrededores de la zona. Unos dicen que es hijo de un pastor evangélico y que, por no seguir su ejemplo, decidió vivir sin ninguna responsabilidad, viviendo en soledad en las calles, sin compromiso con la familia, la sociedad y el mundo; con nadie fuera de él.
Se le veía caminando a buena mañana por las aceras, desplazándose como cangrejo de agua puerca, con pasos tardos y piernas en arco. Por ratos paraba su marcha, buscando lugares solitarios. Cuando veía alguna zona verde enmontañada, se detenía, veía a la derecha, a la izquierda, de frente, se tocaba el vientre y hurgaba en las bolsas que le colgaban de ambos lados. Buscaba un momento para no ser visto por nadie, buscaba la quietud, el momento oportuno para hacer sus necesidades. Si veía que se acercaba algún transeúnte, bajaba la vista y seguía su parca travesía, con sus pasos cansinos, sin alargar las piernas, con manos bajas, pegadas a las caderas, con las bolsas en ambas manos. Continuaba su viaje mañanero, caminando sin preocupación, sin compromiso, sin horario, como si tuviera todo el tiempo del mundo, guiado sólo con lo que entiende su conciencia; sin ningún problema, sin ninguna responsabilidad, sólo la preocupación material de mantener vivo su sistema biológico. Algunos transeúntes que se lo encontraban, se tapaban la nariz o sacaban la mascarilla, apresuraban el paso y se salían de la acera para no encontrárselo, pues no soportaban el tufo como de cadáver de ocho días de muerto o como si pasaran por un relleno sanitario al aire libre.
Otras veces se le veía caminando con sus pasos azarosos, llevando a la par a su compinche: El Patillas Locas. Este le ayudaba a llevar las bolsas, una en cada mano, caminando adelante de él. Lleva el paso lento, según el ritmo marcado que le imponía El Cagón, pues tenía que ir esperándolo y, cuando lo alcanzaba, le daba órdenes. Con la vista le daba órdenes: miraba unas almendras caídas. Enseguida, El Patillas Locas, obedecía: –Sí, ya voy–, recogía y echaba en las mugrosas bolsas. Y Seguían su caminar hacia donde les apuntara la nariz.
Había unos mangos en un árbol de la zona verde. El Patillas Locas los vio y quería cortarlos. El Cagón no le dijo nada. Siguió su camino con la cara iluminada por el sol y las greñas resecas removidas por la brisa. Se le acercó y le dijo con su voz lúgubre: –Tenés que ser obediente, si querés aprender este oficio.
En su travesía disoluta, El Patillas Locas estiraba los ojos soñolientos cundidos de cheles; llevaba la frente y su rostro mugroso llenos de raspones, el pelo reseco y en desorden; su camisa que un día fue verde, hoy es negra; sus pantalones curtidos, mecidos por la brisa, y sus pies descalzos. El Patillas Locas se esforzaba por mantenerse como discípulo del Cagón, como aprendiz de pordiosero, aunque lo tratara con desprecio, como objeto, como plebeyo. El Cagón, cual jefe o pastor de los hijos de la calle, lo trataba con rigidez, sin consideraciones, estrictamente, como un déspota, aunque vivía en la misma indigencia. No tenía piedad con su achichincle, su lacayo. Él era el patrón; tenía el control del contenido de las bolsas mugrosas, de la mochila que lleva a las espaldas, y del lugar debajo del puente que era su alcázar.
Más adelante le dice el Patillas Locas: –¿Podemos descansar en esta acera?–, siempre con tono de respeto. Le respondió el Cagón: –No. Seguí, hay te digo dónde–. Y siguieron caminando, arqueando las extremidades y pedorreándose por el boulevard, uno tras otro, perseguidos de cerca por sus alargadas sombras. –¿Puedo pedirle monedas a aquella señora que vende chuco en la esquina?–, le dijo El Patillas Locas. –¡No jodás! Portate bien, sino me jodés mi negocio. A ella y la gente de aquí sólo les puedo pedir yo. ¡Caminá! Si seguís de necio, mejor andate, no necesito que nadie me siga. Es que vos sos un bolo chuco de la calle, yo soy un mendigo reconocido. Vivo en las calles, debajo de los puentes y la gente que pasa en los carros y otras, me regala cosas porque les doy lástima. Ya aprendí a vivir así. Yo debo estar alejado de la gente que va y viene cada día, ellos llevan las cargas de los compromisos de la sociedad, ellos quieren ser y tener algo, y creo que nunca van a tener nada; aunque vayan en carros o vayan en buses, tengan trabajo, tengan hijos que van a las escuelas; al final se esfuerzan para tener nada y luego morirse sin nada, y desgastados por el dolor de la responsabilidad. Yo por eso vivo sin esas obligaciones, y vivo de ellos; sólo tengo la obligación del pesado trabajo de vivir.
El Patillas Locas no entendía lo que le decía, sólo quería que le diera su pedazo de pan, por ser su acólito ayudándole a llevar las maletas. Y, bueno, si tenía suerte le daría también su trago de la botella que saboreaba el Cagón de vez en cuando. Por eso el Patillas locas se sometía a la voluntad del Cagón.
En días cercanos a la navidad, las personas iban y venían en la zona muy temprano, al amanecer, algunos iban a trabajar, a estudiar o a sus ejercicios matutinos. En la curva pronunciada, unas señoritas con sus trajes bien planchados se cubrían la boca con pañuelos. Otros, con sus comideras y sus mochilas en las espaldas, caminaban en el mismo lugar, bajo los árboles de maquilishuat; otros, con sus niños de la mano a la escuela pública, apresuraban el caminar, casi corrían al encontrarse en el lugar donde había hecho la estación El Cagón. Se apartaban, daban saltos, se salían de la acera, se pasaban a la otra al encontrarse con las minas frescas, todavía calientes y humeantes, que estaban no en la hierba de los arriates, sino al centro del encementado, todavía con vahos y residuos de los intestinos. Un enjambre de moscas y mosquitos hacían su agosto ronroneando, guiados por el olor en el ambiente, perceptible a tres o cinco metros. A los transeúntes no les quedaba otra que apresurar el paso y escapar de las minas, antes de quedar fulminados o anestesiados por las esquirlas de las minas explosivas, dejadas en el camino por los hijos de la calle.

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