Mamá en el camino

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Finalizan las noticias de la mañana, y se escucha la publicidad dedicada al día de la madre. Hay que comprarle felicidad a mamá, nos dice el marketing. Voy de camino al trabajo con el sol en mi contra. Las líneas divisorias de la carretera son el pasado que somos, pienso. Blancas como la ballena de Melville. En la inmovilidad de la velocidad, me aflora el desagrado por esas bucólicas canciones que se eternizan como himnos sagrados a la madre.

Cambio la estación radial. Es difícil concentrarme en otra cosa. Vuelvo a lo mismo. En la infancia escuchaba una canción que narraba la historia de una viejecita abandonada por un hijo, quien se marchó de su lado, por causas de una mujer o de sus instintos, seducido por el eros. Me causaba tristeza. Pensaba en el rostro amargado y desolado de ese pobre personaje. La imaginaba tras una ventana, con su rostro como el del padre del hijo pródigo, en espera. ¡Qué idiotez!, me digo hoy. El amor materno pisoteado por el amor erótico. Siempre ha sido así, sólo que decorado, alabado e instituido en papel membretado.

Sigo conduciendo al trabajo, siento un poco de hambre. Veo el retrovisor y bajo la velocidad para detenerme fuera de la calzada. Busco dentro de un bolsito algo para comer. Apago el auto. Al llevarme un pedazo de pan para probar si es el que me gusta, me pregunto el por qué he pensado todo eso del día de la madre. Soy un resentido, me digo. Luego me excuso con esa idea de que ser huérfano conlleva un vacío blanco, desolado, más escondido. Y que no importa si se tiene siete o cincuenta u ochenta años. He pensado en la figura de un venerable octogenario que, al hablar de su madre desaparecida en sus primeros años de vida, se le nublaban los ojos. No podía decir la palabra m-a-d-r-e, sin ser afectado.

Salgo del auto. Me embarga un nudo en la garganta. Se lo achaco a mi sensibilidad y a la falla de mi glándula tiroidea. Lloro como niño, lloro con dolor, con una inmensa tristeza… Me calmo. Me como el pedazo de pan. Me sabe a lágrimas. Me pasa la catarsis. Qué bueno que fue en mi completa soledad, pienso con vergüenza. Recuerdo al amigo que dice que no extraña a su mamá, fallecida hace un año. Se siente bien sin ella. Se le percibe tranquilo, siguiendo un proceso de aceptación de herencia. Por alguna razón me viene una vieja lectura, El extranjero de Camus, en el cual al personaje principal le es indiferente el fallecimiento de su madre. Por obligación asiste al velorio, y luego tiene un día feliz. Digamos así para resumir: me siento idiota, casi cursi por llorar a alguien que nunca he visto; sin embargo, la imagino algunas veces.

A mis doce años y por cuestiones del azar, fui guía de una mujer que regresaba de los Estados Unidos, quizá después de unos quince años de ausencia. Había perdido contacto con familia alguna. Es curioso confesar que no había la menor probabilidad de que ella y yo fuéramos cercanos; y como por un capricho del destino le serví de guía. La llevé por el centro de la capital para realizar unas compras, y le acompañé a buscar la casa de su familia en las afueras de San Salvador. Su cabellera espesa y la piel clara no pasaban de largo a la mirada curiosa. Me ruborizaba su presencia. Me trató con detalle y afabilidad. A algunas personas que nos vieron ir por la calle se les ocurrió que era mi madre. Alguien me preguntó al respecto, pero yo callé, sin que no sintiera ese deseo…

Sigo comiendo mi pan, ha cambiado el sabor. Sabe a centeno. Regreso al auto. Sigo la marcha. Me recuerdo de la canción de la vieja solitaria. Trato de cantarla. Pienso en la fuerza y el coraje del leviatán de Melville, todo concentrado en una poderosa mirada en el inmenso azul.

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Douglas Galicia

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