Mi madre

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Por

Christian Larreynaga

La noche se extendía revolviendo la tonalidad del ocaso en las cordilleras del sur, formando una noche pasiva, plana, hueca. La brisa se colaba entre las ramas viejas y sus hojas, llenando el ambiente de hojas secas y soledad. Las últimas luces mostraban figuras de árboles fatuos que observaban la noche húmeda, después del crimen de los hombres. En seguida, se escuchaba el clamor desesperado, y las zancadas de perros vestidos de hombres chapoteando en las charcas. Una tormenta asomaba su proa por el norte, tomando velocidad, izaba sus velas para hundirse en su fondo de arena, animales y tierra. Con fuerza, los relámpagos estallaban como cuetes en el cielo, y descubrían las calles de piedra y polvo.

Aquella noche, como todas, llena de sonidos que amargan el alma y la vigilia, una mujer enterraba con sus propias manos a su hijo detrás de su casa de barro. Le decía: –José, callate, callate… silencio… ponete este saco de yute en la cabeza–. Enseguida el niño la colocó sobre su cabeza, y la mujer lo acostó con mucha rapidez sobre su tumba. Lo empezó a cubrir con tierra suelta, blanda, llena de lombrices y piedras. Pero era por amor. El niño de once años apenas comprendía lo que pasaba. Sólo recordaba las palabras de su madre la noche anterior: –José, ven a abrazarme, no tengas miedo; la oscuridad no es mala –. Y recordó los sonidos de balas frente a su casa. Ella lo abrazó y lo llenó de fuerza como sólo su madre sabía hacerlo. Le dijo: –oye, mírame, José, tararea conmigo –. En medio de los gritos y ladridos de hombres, mujeres y perros, se escuchaba un tarareo de melodías de niños. –Nananá, nananá, nanananá…, nananaa… ¿Te gusta esta canción?, nunca la olvides–, le dijo, y lo besó.

José, mientras su madre lo enterraba con las manos, tarareaba la canción en su mente. Su madre lloraba mientras recordaba lo mucho que le amó desde el vientre. Y sentía la tierra tocar sus manos. Esas beatas manos que lo acariciaban cuando estaba en la barriga, lo abrazaban, limpiaban sus lágrimas, lo palpaban, le corregían, lo hacían dormir… Esas mismas manos ahora lo amaban con tanta fuerza que intentaban tomar más tierra para cubrirlo.

Al fin, acabó su entierro. Y ella, desesperada, acercó su rostro a la tierra, y le susurró al mundo: –mi niño, mi niño querido, guarda silencio que mamá está contigo, no llores, no olvides lo mucho que te amo, no lo hagas, porque me moriré contigo–. Fue así como la tierra no le respondió, y ella supo que nunca había estado más viva.

De repente, cayeron las primeras gotas del cielo y su alma. Comenzaba la llovizna, ella por fin lloró con tanta rabia y dolor, que sólo recordó que debía regresar por el niño en cinco minutos. –Enseguida vuelvo–, le dijo y corrió. Él confiaba tanto en su madre, que la acompañaría y esperaría hasta la muerte. El niño seguía tarareando mientras las gotas se iban haciendo más gruesas. A veces se desesperaba porque el cielo lo ahogaba por momentos. Pero recordaba que debía esperar, porque esa voz que le enamoró por primera vez, que le habló desde siempre por encima de la cabeza con el tono más perfecto, con el trino más dulce que la naturaleza podía dar; que, con voz de mando y de cariño, le habían dicho que esperase.

Había un pequeño árbol de guayabos a su lado izquierdo, había nacido con el propósito de recordarle a su madre dónde lo había dejado, y, a él, de cubrirlo de la lluvia. De repente, escuchó gritos fuertes de hombres. –¡Mujer! ¿Dónde está el niño? Nos dijeron que había un niño en esta casa–. Ella no respondió, el miedo y el amor la enmudecieron. En seguida se escucharon sonidos crueles, como al golpear un saco de arena, secos y sin respuesta. Su corazón comenzó a acelerarse, sabía que era su madre la que callaba. Pero recordó esa melodía de nuevo, y calló para seguir escuchando. –¡Mujer! ¿Dónde está el niño? ¡Hija de puta! ¿Dónde está el niño?–. El silencio esperaba una respuesta, pero no había. El hombre siguió golpeando a la mujer hasta que se cansó; hasta que soltó toda su ira y quedó calmo. Se escuchaba un silbido de cansancio, de respiración sofocada. Después se agregaron dos voces más y dijeron: –¿y el niño? –. –No sé–, respondió el hombre cansado. –Búsquenlo bien en la casa– dijo, molesto. La casa, que era un cuarto lleno de tiliches y una cama, no era el escondite apropiado. Pero los dos hombres tiraron todo y no encontraron nada. –Puta, Julio, por lo menos la hubieras dejado viva para que nos dijera dónde está el niño–. –Buscalo afuera, pendejo, ahí debe estar, además esta puta no está muerta –. En seguida, el niño escuchó unas botas correr a su alrededor y unos sonidos como armas. Lo buscaron entre los árboles detrás de la casa, moviendo con sus largas armas las hojas donde rodaban las gotas y los insectos. –¡Ese niño ya no está aquí, vámonos!–, dijeron. Y escuchó los mismos sonidos regresar por donde vinieron.

En ese momento, la lluvia, tan llena de vida, selló la noche con su marca de tristeza; sólo la lluvia se escuchaba caer; sólo el viento chiflaba como rumor en la oscuridad cerrada. La lluvia dominó la noche. Llovió tanto, que parecía que las nubes intentaban guardar silencio de lo que habían visto; cómplices llenas de impotencia quizá, lanzaban de vez en cuando un relámpago para presenciar lo que había sucedido: la injusticia.

Entonces dejó de llover. La tierra ya estaba satisfecha y las plantitas comenzaban a crecer en silencio. El alba lanzaba a la redonda las primeras marcas de luz. Un nuevo día había nacido junto a otros tallos. Las últimas lágrimas caían de los árboles, y la tierra dejaba ver un rastro como de caracol en el lodo. El arbolito de guayabo seguía creciendo, y se veían algunas pequeñas florecillas. Cerca de la base de su tronco, había una mujer acostada, cubierta de sangre y lodo, que abrazada un cúmulo de tierra que dejaba a la vista el rostro de un niño sonriente, con la mejilla de su madre pegada a la suya. A la sombra de los árboles, en la frescura del amanecer, sólo se escuchó por los aires el tarareo de una canción de una madre a su hijo.

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Christian Larreynaga

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